Hermanas de la noche

por Marina Condó

⎯Dejá de mirarlo, no podés tenerlo. 

⎯Abuela, ¿qué hacés acá? ⎯La sustancia astral de la abuela se me presentó en el medio de la noche durante mi turno.

⎯Reviso cómo venís ⎯contesta, con su traslúcida cara de culo.

⎯Vengo bien, Nélida, lo estoy cuidando.

Cuando estoy trabajando, no le digo abuela. Me sirve para generar más distancia que la que hay entre Caballito y Ramos Mejía donde están oficialmente nuestros cuerpos.

Extiendo mis manos repitiendo el atrapasueños, los diecisiete movimientos exactos que me enseñó hace unos meses. Con cada uno y el enrosque de dedos, repito palabras que yo no sé, pero mi boca conoce. Mi abuela me habla tan claro en la cabeza que la siento al lado mío.

⎯La red lo cuida ⎯dice y sus palabras tienen aliento.

⎯La red la armo yo ⎯le contesto, sin perder foco en mis dedos patas de araña.

Él, envuelto en su sábana, se da vuelta. Espero a que mi abuela se vaya y cuando termino el mudra, me meto en sus sueños. Lo que no está prohibido no es ilegal.

Las revelaciones no son para mí. Nada nunca se me apareció con música imponente y luz desde arriba. Esto tampoco.

Todo empezó en marzo con mi primer insomnio. Tener insomnio es como ser alcohólico: todos creen que es cool, pero la pasás para el orto. No dormía. Daba vueltas, ponía el calefactor, lo apagaba, me sacaba las medias, el camisón. No había forma. Eran las 3.03 y ahí estaba, con los ojos abiertos mirando el techo y contando las gotas de la canilla. Había probado medicación, meditación, porro y sexo. Todo sin resultado. Pero eso no era lo peor.

El problema es que al otro día yo me sentía fantástica, como si hubiera dormido ocho horas o mejor aún: como si hubiera descansado toda la noche en el mejor hotel cinco estrellas. A las dos semanas mi abuela me llamó.

⎯¿Estás bien?

⎯Sí, ¿vos? ⎯Hay puertas que prefiero no abrir.

⎯Durmiendo mal.

⎯¿En serio?

⎯Lore, ¿vos estás durmiendo?

Y ahí fue cuando la puerta se desvaneció y le conté todo. Mi insomnio, mi preocupación y mi creencia, sin ninguna prueba ni ninguna duda, que me iba a morir.

⎯Vení a casa mañana, a las 11.

⎯¿De la mañana?

⎯No, querida, de la noche.

Por definición lineal, mamá y la abuela no se hablaban. Es más, juntas no parecían madre e hija. Mamá hablaba mucho. Tiene esa tendencia a rellenar cada agujero con algo: con comida, con adornos feos y brillantes, con palabras sonoras. La abuela nada que ver. La única vez que la vi emocionada fue cuando bailó el vals con el abuelo en su fiesta de 50 años de casados. Y cuando él se murió. La abuela no te dice mucho, pero lo que te dice sale de una fuerza más allá de ella. Por eso fui a verla a esa hora.

Vive sola, casi no habla con sus hijas y con sus nietas, un poco más. No me acordaba la última vez que estuve en ese departamento con paredes color lavanda. El living tiene dos sillones y una mesa bajita con un mantel tejido al crochet. Atrás, un gran cuadro en blanco y negro. Era una foto de una telaraña finita que formaba un dibujo de mandala circular.

⎯Te hice un té especial.

⎯¿Especial?

Lo apoyó en la mesa, me dio un beso en la frente, una bendición cortita y se sentó al lado mío.

⎯Hay una orden secreta de mujeres que nunca duermen y se dedican a velar los sueños de algunas personas.

⎯¿Solo mujeres? ¿No duermen? ¿Cómo velar?

⎯Dormir es morir un poco. Nos aseguramos que eso no pase.

⎯¿De toda la gente?

⎯No, de algunos.

⎯¿Quiénes?

⎯Depende.

⎯¿Depende de qué?

⎯Por ahora, depende de mí y yo digo a quién tenés que velar.

⎯¿Y cómo se vela a alguien?

Nélida se quedó callada mirando fijo el cuadro… tanto, que me hizo levantar la vista. El mandala telaraña se mezclaba y daba vueltas; se enroscaba y se volvía a doblar. Después de un rato parecía que era el mapa del mundo enmarañado en hilitos semitransparentes.

⎯Armar un atrapasueños tiene sus pasos y empiezan antes de entrar a la casa del protegido.

⎯¿Cómo voy a entrar a la casa de alguien?

⎯Tomá el té que te va hacer bien ⎯sonrió, arrimándome la taza y empezó a hablar.

El té tiene un efecto contradictorio intenso: me relaja y me pone alerta a la misma vez. También hace que escuche con total normalidad a mi abuela que me cuenta de la muerte más vieja del mundo, de por qué hay que resguardar los sueños de las amenazas de la noche oscura, que las hermanas de la noche son mis hermanas y que lo más importante es velar. ¿A quién? A quien necesite protegerse de la oscuridad.

Nélida, mi abuela, es la que te dice a quién tenés que velar y ese es tu protegido hasta que se muera. «No te preocupes, ellos siempre se mueren antes que vos», aclaró.

El proceso empieza en mi casa y en mi cama. Yo, en pijamas y medias, me quedo acá, mientras mi yo “astral”, se va a la casa del protegido y arma el hechizo.

“No es un hechizo». No, abuela, no podés estar escuchando todo lo que pienso todo el tiempo.

Sigo. Armar el atrapasueños tiene sus pasos como bailar. Los dedos se mueven para formar un tejido. Mi boca acompaña con palabras.

⎯¿Por qué hacemos esto?

⎯¿Ya te conté la historia del escarabajo plateado y el equilibrio del mundo?

⎯Sí, cuando tenía 8 años.

⎯Cuando no cuestionabas tanto y te gustaba escuchar.

Mi abuela abusa de que “mi yo corpóreo” no está y no puedo pegarle un codazo. Ahora nos encontramos en el cuarto del protegido. Solo conozco la dirección y nada más. Lo miro y por un segundo largo me parece el ser más hermoso del planeta. Nunca me había pasado esto: embobarme con la fisonomía de alguien, ¿es eso realmente posible? Pero sus labios carnosos, sus pestañas dobladas, la forma en que se entrega al sueño.

⎯Dejá de mirarlo. Odio tener que repetir las reglas.

⎯Las reglas dicen que no puedo enamorarme, no que no lo puedo mirar.

⎯Lorena, lo que hacemos es importante. Estamos de vigilia y el amor no va con el cuidado. ¡Poné atención! Me tengo que ir.

Quiero besarlo. Es infantil, lo sé. No lo conozco, no tengo ningún tipo de relación con él. Ni siquiera sé cómo se llama ni por qué necesita protección, pero quiero besarlo. Es instintivo… como rascarse la nariz antes de estornudar. No puedo evitarlo. Pienso que, si mi “yo corpóreo” está en casa, besarlo en espíritu no cuenta. Me inclino para hacerlo… hasta que lo siento. Las cosas más graves no se escuchan ni se ven, te traspasan. Percibo al escarabajo de plata caminar despacio por el costado de la cama y el frío me pone la piel de gallina. Muevo mis manos más rápido que de costumbre recordando el día que la abuela me habló de esto. Mis labios tiemblan, no me doy cuenta si hace frío en su habitación o en la mía, pero lo mismo. Él no se mueve. Su boca, apenas abierta, descansa y la respiración empieza a ser más lenta.

«Nélida», digo sin dejar de mover las manos y repetir lo que ella y todas las hermanas me enseñaron. No escucho nada más que al escarabajo, que ahora no está en la pata de la cama, sino que es más grande y ocupa todo el piso debajo del colchón.

«Hermanas de la noche, ayúdenme», repito sin dejar de mover mis manos sobre él. Quiero abrazarlo, quiero besarlo y más que nada, quiero que no se muera. El escarabajo aletea y la cama se agita. Tirito. Mi “yo corpóreo” está violeta. Apenas puedo mover mis dedos. Los labios helados dicen palabras que ya no entiendo.

«Usque ad Centrum», escucho a mi abuela y respiro. Mis dedos congelados se mueven, no porque estén a mi cargo, sino porque son parte de una orquesta armada por ella. Y me dejo llevar.

«Un capite ad calcem», repetimos las dos y son cuatro las manos que se mueven arriba de él armando el atrapasueños que aleja las pesadillas de muerte.

El escarabajo ahora ocupa todo el piso del cuarto. Es más, es un gran cuarto arriba de un escarabajo plateado como la luna que vuela a lo más profundo. Nos arrastra. Tengo miedo. Lucho contra el glacial de mi boca para terminar la frase.

«Causa Latet».

⎯Lorena, no mires y prestá atención. Sentí con tus dedos. Decí con tu voz.

“Causa Latet”, repito. Las manos astrales se superponen. Las de la abuela tienen un color rosado; las mías, azules.

«Corpus CEPI». Él está boca arriba, inmóvil, con las pestañas blancas. La muerte del dormido es la menos dolorosa, pero mata igual.

«Tuebor». El cuarto empieza a girar. Qué mierda está pasando. Estamos haciendo todo bien. La sigo a ella y a su ritmo de voces. La cama se zarandea. Grito y Nélida me tapa la boca con sus palabras.

«Vi et animo». Mi dedo gordo arma un círculo y el anular apunta al protegido.

«Vi et animo». Tres dedos se entrelazan.

¡Vi et animo! Las palmas abiertas forman un triángulo.

Vi. et. Animo. Los dedos cerrados y apretados.

La cama desciende. El escarabajo se achica. Las patas de metal rechinan contra el fondo de la cama. Los labios se mueven más seguros. Volvemos a empezar con la fuerza de la repetición y la seguridad de la cura. Percibo las manos de mis hermanas moviéndose al unísono. No estoy sola con él, aunque no dejo de mirarlo. Sus pestañas se mueven y me alegro. Me desarmo por darle un beso, pero no me muevo. El corazón me late como si hubiera corrido. Respiro hondo. El escarabajo, por fin, abandona la habitación.

La abuela me da una mirada y se va. Odio que haga esto, que siga tratándome como si tuviera doce. Mis labios astrales lo miran una vez más y salgo. No veo a nadie en la calle. No siento a nadie.

“Si dudás, lo hacés más fuerte», escucho sin contestarle. No existe el mute en la cabeza. «No podés besarlo». Es lo último que siento antes de volver a mi cama donde “mis yo” se unen y, tapada hasta el cuello, oigo la gotera del baño.

En veintisiete minutos amanece.

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Mar 👾

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Publicado por MarinaEscribe