Nueva York en primavera

por Marina Condó

Le dejo una bolsa de medialunas que envolví en papel para que sigan calientes. En el bolsillo del ambo, le pongo los billetes de cien en forma de rollito así parecen más. El pibe, con “cara de recién salido del horno de los hombres”, me guiña un ojo y dice que vuelve en media hora.

Abro la puerta y me quedo quieta. 

Me toma unos segundos ajustar la vista. Mirar a alguien es también mirar todo lo que viviste con esa persona. Aunque Jazmín…

―Karín.

No lo dice como cuando golpeaba la puerta para que le prestara algo: ¿Tenés tijera? ¿Un poquito de stevia? ¡El azúcar me da acidez! ¿Sopapa? ¡¿Sabés que me quedé sin hilo verde?! ¿Un caldito?

No. Este «Karín» es sutil, leve. Suena en medio de la respiración y de esos cañitos que le cuelgan de la nariz. Tiene el pelo tirado para atrás y la cara demasiado gris.

―¿Estás sola ahora? ¿Qué pasó con la señora?

Y dejo el bolso de lentejuelas sobre la mesita que, en ese lugar, más que brillar parece que grita. Saco un caramelo de esos redondos y oscuros y se lo pongo en la boca.

―La vieja palmó anoche.

Me quedo un segundo como si me hubieran pegado una cachetada. Hay cosas que pesan dos veces de acuerdo a donde caen.

―Ja, ja. ¿Tanto la querías? ¡No, nena! La pasaron a terapia común. ¡No te asustes! ¿Arnaldo André te dejó entrar? Decime que te lo chapaste.

Sigo revolviendo dentro del bolso de boca grande y ancha que me recuerda a la cloaca que había en la esquina de la cuadra de casa y que jugaba a saltar con la lluvia. Ese con el que cayó un día al departamento y que no podía dejar de mirar. «Lo bordé yo. ¡Es re fácil! Si querés te hago uno. A vos el rojo te quedaría genial».

―¿A dónde nos vamos?

Me mira esperando. Hay que llenar los silencios cuando se ponen pesados. Me apuro, me pongo nerviosa. Empiezo a buscar en ese agujero sin fin. Saco bolsas y bolsitas. Me siento como una piba entrando al boliche por primera vez y que no encuentra la entrada. ¡Hasta que sí! Es una postal con Frank en blanco y negro, salvo por el sombrero que está en azul. City Hall 20 hs. Tonight Only.

―Aaaaaa… ¡Nueva York! ¿Te dije que mi primera paja me la hice con él cantando “New York New York”?

Le pongo un par de almohadones más para que se siente y le muestro los pañuelos que traje de su casa. Revuelve. Le veo algo de brillito en los ojos negros. Para ella, elige uno con flores amarillas y manchas turquesa. A mí me da uno de tulipanes.

⎯¡El rojo te queda divino! Vení que te lo acomodo.

La dejo. Los dedos largos, ahora de uñas cortas, se mueven sabiendo lo que hacen. ⎯Te quedan bien esos colores; el gris envejece y para eso, la vida. ⎯Se hace una trenza turbante en la cabeza y se mira en el espejo que le pasé⎯. Decime que trajiste labial.

Y me parece escucharla taconear, con esos zapatos imposibles por el pasillo, cada vez que terminaba de atender un cliente.

Encuentro más cosas.

―¡Bien, nena! Me trajiste el rojo y no el coral. ¡Estás aprendiendo! Vení que te pongo.

―Pará, pará. También traje esto.

Le muestro dos kimonos. Cuando fui a su departamento, los encontré colgados en ese perchero de teatro de revistas que tiene apenas entrás.

―¡Estás en todas!

Se corre el camisolín y le puedo ver las tetas ficticias, inamovibles, rígidas y demasiadas para ese lugar. Un agregado exuberante para ese cuerpo largo y muy huesudo.

⎯Vení que te ayudo. ⎯E intenta sacarme la remera.

En casa, yo le diría que está loca y ella me contestaría que ando siempre con esas remeras lisas y estaríamos un rato tomando mate. Pero acá, la ayudo. Miro mi corpiño de algodón medio gastado y me tapo rápidamente.

―Lindas tetas.

―Parecemos Moria y Susana.

―¿Quién es quién? ⎯pregunta con el labial pegado a la boca.

De refilón, la veo como esa mañana en la que nos fuimos a Ezeiza a buscar a uno que había conocido por internet y salía de la cárcel. «¿Y qué? Ahí también usan Tinder».

―¡Metele que vamos a llegar tarde!

Me siento al lado de ella mirando la ventana del hospital. Una ventana que da a una pared que hace mucho fue blanca. En un costado, las manchas de moho y humedad se entrelazan como en ese test que una vez me hicieron en una entrevista.

―¡Taxi! ⎯Levanta la mano escuálida que ahora está llena de pulseras doradas y plateadas⎯. ¡Al Music Hall, please! Tenemos fuunction, fuun. ⎯Y se queda tragando saliva.

―Tickets ⎯contesto.

―¡Mirá! El taxista es negro y tiene el pelo bien cortito como me gustan a mí. I like black, ¿sabe? ⎯Y se abre un poco el kimono. En eso, la cara se le transforma, los ojos se le ponen bien grandes y brillosos y me aprieta la mano⎯. Sir, STOP, stop, please. Karín, es el Central Park, ¿vamos? Tenemos tiempo. ¿How much? ¿Five dolars? ¡Si estuvimos dos minutos! ¡Five dollars! ¡Qué ladri este grone! ¡Tomá! Five dollars sonofabitch ¡Metételos en ese culito negro que tenés!

―Jaz, vení que esto te va a gustar. ¡Hay pingüinos ahí! ⎯Y entrelazo su brazo con el mío.

―¡Noo! ¡Pingüinos! ¡Como en esa peli! ¿Te acordás? Mi tía, que dios-la-tenga-en-la-gloria-y-la-llene-de-pijas-gordas-y-duras, mi tía Nané me decía que yo era igualita a Julie Andrews. “Te faltan los ojos azules”, repetía. Ya te conté que mi tía cosía; yo iba a su casa a probarme cosas y una vez me hizo un saquito como el de esa peli. Cuando papá lo vio… ¡el escándalo! Viejo de mierda… Que dios-te-mantenga-bien-abajo-donde-no-tendrías-que-haber-salido.

Escupe el piso. Su zapato de taco alto pisa el gargajo. Sigue:

―¡Mirá qué bueno que está el heladero! Vamos a pedirle… two helados, please.

―Te está mirando.

―Karín, ¡es que esta es mi ciudad!

―Boluda, te está guiñando el ojo.

―¡Está para la mesita de luz!

―Pará que te pongo un lento. ¡Invitalo a bailar!

Agarro el celular y busco. «Fly me to the moon… let me play among the stars». Jazmín apenas balancea los hombros; la abrazo y nos movemos de la cintura para arriba. «Jooooold main jand». Mejilla con mejilla. «Kisssss miiiii» y no termina la canción porque la veo parar en seco. Otra vez, la cara pálida. La boca áspera tratando de agarrar el aire. Apenas se escucha la tos.

⎯Nos tenemos que ir.

⎯¡Justo que le iba a dar un beso!

Tose. Esa tos que no cura ni hace nada. Que solo trata de mover algo que no está, que no viene, que falta.

⎯¡No vamos a llegar!

Se sacude, me aprieta la mano y yo aprieto el botón. La trato de agarrar, pero no sirve. Y se ahoga. Y grito. Y el enfermero que entra con ojos de escándalo.

⎯Señora, cúbrase por favor.

Me meto la remera gris arriba del kimono y corro todo. Ahora, Jazmín está en la cama fría-blanca-sola-gastada tosiendo. Los médicos que me empujan cada vez más lejos. Ella me mira y me dice algo que no entiendo. Me agacho. Y… “¡Córrase! ¡Que sea la última vez! Usted no sabe cómo está. ¡Qué barbaridad agitarla así!”.

La boca de Jazmín deformada por el labial y la baba. Y yo que no entiendo qué me dice.

⎯¡Preparen todo! ¡Llamen al médico!

La pasan a la camilla. Y ese pañuelo que dejó de ser turbante y ahora solo es un pedazo de tela arrugada en la mano de ella que me hace una señal. Pongo mi oreja pegada a su boca áspera. “Parece que la tiene grande”, me susurra y mira al enfermero que no la escucha porque la está preparando para entubar. La miro y le agarro la mano demasiado helada para Nueva York en primavera.

Los veo irse.

Me quedo con el pañuelo de flores amarillas que tiene un poco de sangre en el medio y me acuerdo de mamá diciendo que, para sacar las manchas de sangre, lo mejor es agua fría, bien fría.

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#CuentosPostales es una idea de MarinaEscribe

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No sabés la vuelta que le dí y los nervios que me da pero acá estoy poniendole el corazón.

Este es el cuento dos de esta serie pensada para contar historias y que se puedan tocar.

Lailustración es de Flor Gutman una artista que conozco y admiro y me encanta lo que hace.

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Mar 👾