El café es con leche condensada

Nos vemos en Nirvana para desayunar dijo mi futuro jefe por teléfono, en un inglés que me sentí orgullosa de entender. Esto es una boludez, voy a andar bien, pensé agrandada. Ya me encontraría con Soon, mi supervisor chino hablando en algo que me haría dudar de mis años estudiando o de que eso fuera inglés. Pero eso iba a pasar la semana siguiente.

Hoy era jueves 12 de Junio. Hacía una semana que había llegado a Kuala Lumpur. Me puse lo que pensé sería lo mejor para una entrevista de trabajo en verano y caminé. La confitería era muy cerca de donde me quedaba. En solo quince pasos sentí como un conjunto de gotas se acumulaba en mi pecho, bajaba por el agujero entre mis tetas, se deslizaba en mi panza y chocaba contra mi remera. No había llegado y ya estaba lista para la ducha.

Decirle confitería a Nirvana es quedarse corto. Primero porque estaba siempre abierto, hasta las dos de la mañana todos los días. Segundo porque siempre se podía comer sin distinción de desayuno, almuerzo o merienda. Es que en Malasia comer es importante. Es lo que une a tres razas, más de cinco idiomas y junta a audis y zanellitas en el mismo lugar. La gente se recomienda lugares para comer platos específicos y hasta son puntos de referencia cuando pedís direcciones en la calle. Todos saben dónde es el mejor plato de noodle o chicken rice. Eso me iba a encantar enseguida y muchas veces después de irme lo iba a añorar.

Llegué y vi que Nirvana era una especie de restaurante como los de la ruta. De paredes blancas, sin decoración ni puerta. Lo atendían mil indios. La única chica, india también, estaba en la caja. Detrás había una estatua como la que tiene Apu en los Simpsons. En la calle tenían unas mesas de plástico de esas de la playa. En una de esas me esperaba Sailendra Kanagasundram mejor conocido como Sai, mi jefe por el siguiente año.

Sai tiene la edad de los pelados. Esa que no se sabe bien cuál es. Parece más grande porque lo conoce todo el mundo aunque cuando se ríe es como un nene haciendo maldades. Es indio, su piel es de color marrón. Que no es lo mismo que negro, algo que voy a aprender apenas llame a Ajit, mi compañero de departamento, negro y él me mire indignado. Sai tiene una camisa blanca impecable, como si nunca hubiera existido una arruga y obvio, no transpira.

Me mira con una sonrisa grande y blanca que refleja el sol de mil grados que hace a las nueve y media de la mañana.

¿Qué querés tomar?, me pregunta y yo respiro para ganar segundos. ¿Qué hay? ¿Qué se toma? ¿Por qué no googlee comidas típicas malayas para parecer preparada y no tan improvisada como siempre? Contesto lo que me pareció más fácil, café.

Señor, un café, un chai y un chapati por favor, pide al mozo.

Así que te llamas Marina Condó, ¿de qué origen es ese apellido?

Italiano. Mis abuelos vinieron cuando terminó la guerra a Argentina, aclaro para llenar esos silencios que siempre me ponen tan incómoda.

Ah, entonces sos italiana, me responde mirándome como con más cariño todavía. Allá ser extranjero tenía status. Ser de Latinoamérica estaba bien pero ser de Europa era mejor. Eso lo voy a notar después cuando Gaelle, mi amiga belga, se una a la empresa.

No, yo soy argentina. Mis abuelos son italianos pero hace muchos años que están en Buenos Aires, agrego. Con el tiempo me iba a dar cuenta que en Malasia sos de dónde son tus abuelos, y eso no se borra ni se cambia.

El mozo sin mirarnos deja una taza como de capuchino con un café que por el color ya supe que no era negro. Un vaso con té con leche y cubitos y un plato de acero que tenía algo como un rapidita con tres salsas diferentes en un costado. Sai corta con la mano un pedazo y lo mete en una de las salsas. En semanas me voy a enterar que el chapati es el mejor de los naan o panes indios, que engorda menos y será mi desayuno preferido. Las tres salsas son siempre las mismas. Una es muy picante. Otra es un curry. Y la tercera, una de la casa, en general pica pero menos. En dos meses ya estaría comiendo de la más picante sin chistar. Bueno, transpirando bastante. Pero si no se sufre no se goza aplica a todas las comidas en Malasia. Por ahora solo miro entre espantada, indignada y fascinada todo lo que hay en la mesa.

Nota mental, si pedís un café te viene con leche por defecto. Concretamente con leche condensada. Sai rompe mis pensamientos sobre por qué poner leche condensada al café y comer con las manos para hablarme de la agencia donde iba a trabajar. Me cuenta lo que hacen. Entendí por arriba. Venden publicidad en los supermercados. Hay tres cadenas grandes. La idea es buscar anunciantes ahí. Yo voy a ayudar a los vendedores, todavía no se bien en qué. Me habla de lo que quieren lograr. Entendí bien. Vender mucho, conquistar el mundo y él imagino comprarse una ferrari como la que estacionó enfrente nuestro y que observó por un largo rato sin hablar.

Sos la primera blanca que trabaja con nosotros, dice como al pasar. Abro los ojos para ver si entendí bien. Reviso lo que escuché en mi mente. El dijo la primer “white people”. Nunca antes me habían llamado así. Automáticamente me miré el brazo. ¿Es blanco? Más bien medio amarillito, color piel diríamos. Blanco, blanco son los de Noruega o Suecia. No dije nada y sonreí. Recurso que usaría muchas veces en los próximos años.

De hecho, dice Sai mostrando más sus dientes grandes, cuadrados y brillantes. Sos la única blanca en este restaurante. Ya me estaba incomodando. Me parecía bastante racista. ¿No es que no se habla de razas, política o religión en la mesa? Todos somos uno, ¿Es eso lo que cantaba Michael Jackson, Lionel Richie y un montón más?

¿En serio?, digo. No me había dado cuenta. Ahora mirando bien, era verdad. El restaurante estaba lleno de indios y chinos. Iba a tener bastante tiempo para darme cuenta de las razas. Que marrón no es negro. Que los chinos saben que no son blancos pero tampoco se consideran amarillos. Y que no importa que mi salario sea en ringgits ni que viva casi cuatro años ahí para ellos siempre iba a ser “white people”. Pero eso iba a venir más adelante. Por ahora me tomo el café dulce y fuerte y me acostumbro a ese silencio que parece un pickle amargo. Sai termina de comer, deja unos ringgits en la mesa y me dice, ¿Nos vemos mañana? Te espero a las 10.

Lo veo cruzar la calle entre miles de motos y autos con su camisa blanca, impecable. Ahora mis gotas, ya relajadas, caen por el costado de mi cabeza, mi pecho y se acumulan descaradas en mi panza. Viernes 13, un buen día para empezar a trabajar pienso mientras me paso una carilina por la frente.

 

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