Miro la hora, son ocho y veinte. Falta para que llegue Lean. Estoy en la cocina, retorciéndome las manos pegada a la puerta que da al living a ver si escucho algo.
Una paloma gorda, gris con patas color naranja y pico amarillo entró por la ventana del living. Cuando escuché el ruido salí corriendo y gritando. Me encerré en la cocina. El celular quedó arriba de la mesa. Leandro no llega hasta las nueve. Falta. Me siento una boluda, escucho ruidos. ¿Y si invitó a más palomas a pasar? ¿Y si se armó un aguantadero de palomas en mi living cagando arriba de la mesa de madera de la abuela? ¡La puta madre Leandro porqué hoy laburás hasta tarde!
Seguro que salgo y la veo con cara de boluda, pavoneándose arriba de la mesa. Dejando pequeñas plumitas como quien marca territorio. Eso es lo que me molesta de ellas, que además de poder volar, caminan. Dan esos pasitos como saltos. Las veo cruzar la calle en vez de volar, caminando como si fueran personas. ¿Qué se creen? Le daría un palo en la cabeza sino fuera que me imagino el mini cráneo partido, la sangre mezclada con seso y plumas arriba de la mesa de la abuela. ¡Qué asco! Aunque, ojo, tal vez sirva para destrabar la casa. En algún lado leí que las palomas son buenas para rituales, cambian la energía, la mutan. Tal vez nos ayude a conseguir más guita, a cerrar ese proyecto con la imprenta que me tienen de acá para allá desde enero, a que Leandro vuelva a mirarme como lo hacía antes.
Busco en los cajones. ¿Qué puedo tener para pegarle? ¿Un pisa papas? ¿El coso del mortero? No, ya sé. El palo de amasar que me regaló mi suegra. Se va a llenar de sangre, no creo que sirva para mucho después, igual nunca lo usé. Levanto el palo como si fuera a defenderme de un gigante. Abro la puerta despacio, camino en puntitas de pie, miro la mesa de la abuela, no hay nada. Maldita. Se está escondiendo, sabe lo que le espera. Me agacho y la busco entre las sillas. Nada más que migas, le dije a Leandro que barra abajo de la mesa también. La busco en el sillón. Hija de puta. Lavé los almohadones la semana pasada, si cagó ahí la mato. Sostengo el palo de amasar fuerte como si fuera un palo de béisbol o una espada. ¿Dónde está? ¿Dónde se escondió la guacha?
La paloma no está en ningún lado. Ya corrí los muebles y me fijé entre los libros. Miro la ventana y me doy cuenta que estaba cerrada, la paloma nunca entró. Solo se golpeó y la muy boluda me rajó el vidrio. Entonces ahora no tengo más guita, ni cierro el acuerdo con la imprenta, ni Leandro me va a mirar como lo hacía antes sino que ahora además tengo que arreglar el vidrio antes que entreguemos el departamento. Maldita. Me cagó ella a mi. A mi que no puedo volar, que no tengo alas. Malditas palomas que vuelan, cagan y se chocan. Palomas que cruzan la calle dejando sus huellitas de cuatro dedos en el asfalto recién puesto. Dejen de jugar a ser Dios, grito al techo.
Se escuchan ruidos. Con una mano guardo el palo de amasar con la otra me seco una lágrima antes de que se abra la puerta. Ya son las nueve.