«Todo lo que nos pasa es solo el reflejo de nosotros mismos»
, dijo y siguió caminando.
Apuró el paso para seguirlo. El pasto se sentía suave y blando debajo de los pies, hacia tiempo que no caminaba tan cómodo. Miró hacia el cielo, unas nuves color gris se acercaban en el horizonte. Pensó en su mamá, en sus hijos y en sí mismo.
«Pero…», murmuró entre dientes. El no lo miraba, su mirada estaba clavada en el pasto verde.
«Si lo piensas bien, no hay peros. Por cada cosa que veas negativa, te aseguro que hay otra forma de verla totalmente diferente. Mejor dicho mil otras formas de verla» y sonrió con la ocurrencia.
«Por alguna razón no me siento bien sabiendo eso», dijo por lo bajo.
El pareció no escucharlo, de pronto se detuvo a mirar unas flores que crecían salvajes entre los pastos. Se agachó. «Mi flor preferida» y se puso casi de rodillas. Sus ojos miraban fijo esa flor que parecía un pompón de algodón.
«Se llama Diente de León», y su boca mostraba una sonrisa. «Tan llena y tan vacia a la vez.» Seguía sin mirarlo, sus ojos clavados en esa flor. Parecia un ovillo de lana todo en roscado, pegado al pasto con su cara junto a la flor que apenas se movia con la brisa.
«Una lástima. Deberías sentirte muy aliviado», dijo soplando con fuerza la flor. Y los pequeños gajos de algodón volaron por el aire.